Los VPI y las redes sociales

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En la definición del Venezolano Propenso a cometer Infracciones (VPI) se indica algo que es fundamental: el VPI DEBE DEMOSTRAR que es más arrecho (o arrecha) que los demás, es decir, tiene una necesidad enfermiza de hacer pública su superioridad mental, física, sexual, racial, política, socio económica, musical y todo el largo etcétera que quieras agregarle.

Esa necesidad de “publicidad” hace que, las herramientas digitales, mal llamadas también redes sociales, sean un terreno fértil y abundante para que los VPI hagan sus desplantes a placer.

Todos los que usamos estas herramientas digitales (Twitter, Facebook, Instagram, YouTube, WordPress, Blogger…) hemos comprobado cómo, en cualquier publicación, desde la más rosa e inocente, hasta la más polémica, tarde o temprano aparecen estos enfermos para descalificar con sus comentarios a la persona que publica u opina, cubriéndola de insultos, adjetivos, groserías e insinuaciones. Generalmente desde el anonimato que bien ofrece este mundo digital, no hay que olvidar que el VPI suele ser mayoritariamente más lo que ladra, que lo que muerde.

Entiéndase bien, una cosa es la persona que contra-argumenta, hace una crítica o indica respetuosamente no estar de acuerdo con lo planteado en la publicación, y otra cosa es el ataque básico y primitivo contra quien realiza la publicación o el comentario sobre una publicación.

Ejemplos hay cientos de miles.

Hace muy poco, pude ver una publicación de una cuenta «humorística» en Instagram, donde se colocó un trozo de un antiguo programa cómico de televisión, llamado «Radio Rochela», en particular un sketch de un personaje que se llamaba «Hermano Cocó», interpretado por el comediante Pedro Soto, en el cual hacía el papel de una especie de brujo sinvergüenza y aprovechador, el cual siempre estaba rodeado de mujeres casi desnudas de cuerpos espectaculares, quienes creían todo lo que él decía y se reían de todos sus chistes. Este «brujo» engañaba a sus clientes, maltrataba con violencia a sus ayudantes y le hablaba con lascivia a las mujeres. La cuenta que hizo esta publicación señaló que esos eran los «buenos tiempos» de la televisión en Venezuela.

En dicha publicación, alguien comentó que esos tiempos de «buenos» no tenían nada, tomando en cuenta la degradación creativa que llevó a ese programa, y a la televisión en general, al uso abusivo de mujeres semi desnudas, chabacanería, doble sentido y violencia física, para atraer audiencias.

A este comentarista lo atacaron diciéndole amargado, idiota, gafo, envidioso. Lo acusaron hasta de ser él quien denigraba a las mujeres. Toda una cadena de epítetos y comentarios mal intencionados para descalificar a alguien, solo por no tener la misma apreciación sobre la publicación. Toda una joya VPI. Incluso mujeres se sumaron al ataque, no hay que olvidar que la patología del VPI no distingue sexo, edad, raza, nivel educativo ni económico.

Y así miles de casos diariamente. Es sumamente raro encontrar en redes sociales buenas discusiones llevadas con altura y respeto, aún cuando las posiciones sean diametralmente opuestas.

Comportarse como VPI es mucho más fácil y placentero, que pensar, reflexionar y debatir con ideas.

Por eso estamos como estamos y seguiremos así.

La imagen es de Saltillo360.com

¿Hemos aprendido?

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¿Los venezolanos habremos aprendido algo como sociedad durante estos 21 años de tensiones políticas y crisis económicas?

Eso me preguntaba esta semana un colega y mi respuesta fue que creo que no hemos aprendido nada.

¿Por qué?

  • Porque seguimos dando más (demasiada) importancia a la ganancia y el beneficio individual, que al bien colectivo.
  • Porque seguimos sufriendo y fomentando una impaciencia enfermiza para todo.
  • Porque seguimos considerando cosa de «pendejos» el esfuerzo, la honestidad y la rectitud y como cosa de «vivos» el atajo, la trampa y la ganancia fácil.
  • Porque seguimos pensando que prestar servicio, servir y atender público, es algo humillante y despreciable.
  • Porque seguimos comiendo mal, bebiendo en demasía y resistiéndonos a adoptar hábitos mejores para nuestra salud.
  • Porque seguimos teniendo como impulso principal la necesidad de demostrar que somos más arrechos que los demás.
  • Porque seguimos manifestando toda esa patología de nuestra conducta irrespetando semáforos, flechas y rayados peatonales. Usando el hombrillo para adelantar, tocándole corneta y haciendo cambio de luces al de enfrente para que se coma la luz, estacionando los carros atravesados en cualquier acera…
  • Porque seguimos pretendiendo que nuestra creencia (política, religiosa, cultural…) está por encima de la de los demás.
  • Porque seguimos segregando sutil o abiertamente por razones políticas.
  • Porque seguimos sin conocer a nuestro propio país más allá de lo meramente superficial o de lo comercial. Sin identificarnos con él en su esencia, sin sentirlo propio.
  • Porque seguimos dando demasiada importancia a los símbolos de estatus como señal de éxito.
  • Porque seguimos creyendo que la responsabilidad de nuestro país está en mano de mesías políticos o superhéroes y no en nuestras propias manos.
  • Porque seguimos sin querernos ni conocernos ni apreciarnos nosotros a nosotros mismos como venezolanos.
  • Porque seguimos sin aceptar que personas que son maravillosas y buenas, pueden tener opiniones y preferencias políticas, religiosas o sexuales, distintas a la nuestra, y seguir siendo buenas y maravillosas.

¿Puedes agregar algo más a esta lista?

Si no nos asumimos, no nos salvaremos

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En la Venezuela actual, donde se vive una aguda crisis económica, política y social, la mayoría de sus habitantes tiene dos opciones: o pensar mucho, o pensar muy poco.

Quienes piensan mucho, sufren, analizan con la mayor profundidad que pueden los escenarios actuales y futuros probables y se ennegrecen el ánimo, con apenas esperanzas de que se produzca alguna mejora. Se vuelven amargados y, si escriben, pueden llegar a producir blogs como este.

Quienes piensan poco y actúan más, se facilitan la vida. Ellos culpan por todo lo malo del país, o bien a algo llamado «chavismo», suerte de compendio imaginario de maleantes, narcotraficantes, villanos ultra-crueles, multimillonarios de la maldad. En eso llamado «chavismo» meten todo el lado oscuro de la fuerza, las huestes de Sauron, los mortífagos de Voldemort y el guantelete de Thanos. O bien, por otro lado, culpan por todo lo malo del país a algo llamado «Gobierno de Estados Unidos» y a sus «cómplices internos», es decir, políticos de la oposición y sus operadores empresariales y mediáticos, convirtiendo a esos malos en un gigantesco Goliat y a los «buenos» en un diminuto pero irreductible David revolucionario, en un Ásterix que no rompe un plato y cuyos errores no se deben a su incapacidad sino a los sabotajes de la Pax Romana, es decir, a la omnipresente injerencia norteamericana.

Eso les funciona a los «poco pensantes», les permite andar a paso firme en su mundo donde los malos siempre están allá, en el otro vecindario, lejos de su entorno personal, y los buenos están acá, justo al lado, siendo sus compinches, vecinos, camaradas, «su gente», buena, inmaculada, honesta, perfecta y luchadora.

Pero la realidad tarde o temprano busca la forma de recordar que ella está allí, quieras o no quieras reconocerla.

Cuando en cualquier calle de cualquier ciudad de Venezuela, los conductores, hombres mujeres, jóvenes, viejos, gente de dinero o pobres, se comen la luz o la flecha, le lanzan el carro o la motocicleta a los peatones obligándolos a correr para no ser arrollados. Cuando los peatones cruzan por cualquier parte y no por donde les corresponde, y muchos lo hacen con niños. Cuando encuentras que abunda gente que bota basura en la calle, vecinos que no cuidan las instalaciones y los espacios de su propia comunidad, impacientes que te agreden si no te apuras y siempre buscan el atajo para saltarse colas, normas, procedimientos, leyes y hasta el sentido común, todo con tal de no tener que pisar el freno del vehículo o esperar dos minutos más, personas que no reclaman, sino que insultan, y que no aceptan reclamos de ningún tipo.

Cuando encuentras todo eso, cuando lo vives, cuando lo reconoces, te das cuenta de que malos y buenos están allá y acá, en tu orilla y en la de enfrente, con tu mismo nivel socio económico y cultural o no, en tu urbanización y en la del otro lado de la ciudad, apoyando al mismo político que tu apoyas y adversándolo también.

Entre los pro-gobierno y los anti-gobierno hay: mafiosos, ladrones, narcotraficantes, pranes, irresponsables, negligentes, tramposos, maleantes, violentos o asesinos. Así como hay gente buena, obviamente.

Y entre los de a pie, los que no son funcionarios, ni activistas, ni practicantes de la política, estamos todos los demás, y en este grupo también hay malos y buenos, malhechores y honestos, responsables e irresponsables.

Mientras no asumamos eso, no nos asumamos como los causantes y eternizadores fundamentales de las malas prácticas que nos llevan a las crisis, pero también como los únicos con la capacidad y el deber de solucionarlo y remediarnos a nosotros mismos como sociedad. Mientras eso no suceda y no lo asumamos, y no nos arremanguemos la camisa para trabajar en transformarnos, no nos salvaremos.

Así de sencillo. Así de retador.

Todos por todos, no todos contra todos

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En esta etapa de mi vida me ha tocado nuevamente utilizar mucho el transporte público de Caracas, vitrina por excelencia para contemplar a los VPI y sufrir de sus arremetidas.

La anécdota más reciente en una de estas camioneticas me hizo pensar nuevamente en la patología colectiva que aqueja al venezolano desde mucho antes de los días en los que comencé a escribir este blog.

La buseta estaba llena completamente de personas tanto sentadas como paradas. Yo de pie, cerca de la puerta, pero casi aplastado por la cantidad de gente. Al llegar a destino, se comenzaron a bajar poco a poco, primero quienes estaban justo en la puerta y luego los demás. Yo empecé a acercarme lentamente a la salida y ya en ese momento una señora y un señor detrás de mi comenzaron a quejarse en voz alta de que la gente «parecía tortuga» de que «estaban dormidos» y a gritar pidiendo que «se movieran». Todo esto casi en mi nuca. Les pregunté, ya molesto, que si estaban apurados y me respondieron «¡Claro!»

Por supuesto que estaban apurados. Estúpidamente apurados. Apurados sin ningún tipo de razón. Agrediendo a los demás por un apuro patológico que los enervó por perder 5 segundos bajándose de una camionetica. Enfermos, idiotizados, animalizados.

Así nos han puesto y nos hemos dejado poner: enfermos de apuro, de impaciencia. Alérgicos a los procesos lentos, al trabajo continuo pero firme, a tomarnos tiempo para hacer las cosas bien, a construir mensajes positivos con calma, a predicar la paciencia con el ejemplo. Hemos aprendido, demasiado bien, a despreciar la constancia, la preparación, el esfuerzo mental, las horas de estudio y práctica.

Por eso hemos llegado a la era de los inmediatismos, en la cual lo que no se logra al instante, es aborrecido. Si no son resúmenes o lista de tips, no son leídos. Si el trabajo político requiere años, es desechado a cambio de atajos de dudosa o ninguna legalidad. Si prepararse lleva tiempo, mejor improvisar y que sea lo que sea.

Difícil labor la de construir así. Más difícil aún la tarea de transformar los pensamientos destructivos, la cultura del odio, la apología de la pereza, en ideas positivas, sanadoras, productivas. En la cultura de todos por todos y no de todos contra todos.

La imagen es de Martha Debayle

Los regañones

Hace unos años escribí una anécdota sobre una ocasión en la cual, estando en mi carro, pasé por un cruce donde acababan de arrollar a un motociclista por comerse la luz roja y justo al ir pasando, venía otro motociclista también comiéndose la luz al cual le avisé que no hiciera eso, visto lo que le acababa de pasar a su colega, a lo cual respondió insultándome.

Con los VPI es así, ellos violan la ley, cometen la imprudencia, se ponen en peligro, ponen en peligro a los demás, incluyendo a sus propios hijos…pero si los regañas no lo aceptan y más bien se ponen agresivos y hasta violentos.

En la pasarela que comunica la UNEFA con la acera de El Guaire, en Chuao, una pasarela que, tal como escribí en el artículo anterior, la mayoría de la gente no utiliza por flojera, se puede observar una variante de esa absurda conducta regañona del VPI dentro del grupo de gente que diariamente cruza por debajo de la pasarela esquivando camiones, carros y motos, destacándose tres personajes:

El forma peo: que es el que cruza a lo arrecho y si el carro que viene, que tiene todo el derecho a pasar porque allí no hay semáforo ni rayado peatonal, no le da paso, entonces se pone a insultarle y manotearle, o a mirarlo feo. Muchos incluso llegan a golpear el carro cuando pasa. Una cosa de dementes: yo cometo la infracción, yo me pongo en peligro, pero el otro es quien tiene la culpa y debo agredirlo si no me deja pasar y sigue su camino.

El «fiscal de tránsito»: es una variante del «forma peo» regañón. Solo que en lugar de buscar la agresión abierta, cuando el carro o la moto no le da paso, procede a hacer señas como un fiscal de tránsito dirigiendo…¡como si le diera permiso a los carros para pasar y además necesitaran de su dirección! Es una actitud así como diciendo «pasa pues, pasa, muévete» en la cual, una vez más, su propia estupidez de cruzar indebidamente no es reconocida, sino que el lento y atravesado es el otro, el que viene en el carro.

Los «pobrecito yo»: estos generalmente son señoras maduras o incluso ancianas. Si, porque los VPI son de cualquier edad, sexo o clase social. Estos personajes comienzan a atravesársele a los carros para cruzar y hacerle señas como diciendo: «por favor paren porque, pobrecita yo o pobrecito yo que soy anciano y no puedo correr«, apelando a la lástima por la edad. Estos «pobrecito yo«, sin embargo, siempre son capaces de correr para montarse en los autobuses de la parada que está allí mismo, pero su flojera estructural y su impaciencia patológica, hacen que prefieran arriesgarse a ser pisados «por lentos» cruzando, que usar, poco a poco, su pasarela y pasar completamente seguros…al menos del arrollamiento.

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Como siempre, los peores especímenes de este tipo de VPI son los que cruzan en forma indebida y peligrosa, por debajo de la pasarela, llevando niños o incluso hasta bebés, porque están DEFORMANDO ciudadanos desde su muy temprana edad.

Mal negocio para un país que quiere progresar, ¿no?

¿Por que los peatones en Caracas no usan las pasarelas?

En Caracas, si te dedicas a observar la conducta de los caminantes ante las múltiples pasarelas peatonales que hay en calles y avenidas, podrás notar que la gran mayoría prefiere cruzar peligrosamente, sorteando carros, autobuses, camiones o motos, en vez de subirse a la pasarela y evitar el peligro del arrollamiento.

¿Por que sucede esto?

Un estudio demostró que las causas principales de esta conducta son las siguientes:

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La flojera (70 %): esta es una de las razones fundamentales, no solo de esta conducta aberrante ante las pasarelas, sino prácticamente de todas las patologías conductuales que se pueden observar entre los habitantes de la ciudad. Pregúntenle a quienes paran su carro atravesado en una acera, para no tener que caminar desde el estacionamiento o a quienes le gritan al conductor del autobús: «me deja donde pueda«, para no tener que caminar 30 metros más desde la parada hasta su destino.

Miedo a ser asaltado (15 %): uno esperaría que esta fuera la principal razón, por ser una ciudad con altos niveles de inseguridad personal y, sobre todo, con una población con altísima sensación de inseguridad, sin embargo priva, ante todo, la pereza de subir y bajar unos escalones, pero con la excusa del peligro del robo, aunque en la pasarela no hayan ocurrido más o menos atracos de los que ocurren alrededor de ella.

Impaciencia (10 %): esta es la otra razón principal, por excelencia, de la mayoría, sino todas, las conductas absurdas del venezolano. Por algún motivo, el peatón VPI percibe que esperar el momento en el que no pasen carros o pasen pocos y haya oportunidad de pegar la carrera para evitar que un camión lo aplaste, por ejemplo, le ahorra mucho tiempo en medio de su apuro sin razón. Todo esto mientras que el peatón que si utilizó la pasarela, llega al mismo tiempo que el que no la usó y si no, llega un poco después pero sin haberse arriesgado, ni un segundo, a morir molido debajo de unas ruedas.

Deterioro de la infraestructura (5 %): esta es la única razón objetiva en todo este asunto. Encontrarse con una pasarela que ha servido de baño a los indigentes o con escalones y pisos rotos, sin barandas o con pasamanos rotos o muy sucios, te hace elegir, sin ninguna duda, otro camino para cruzar la calle.

 

Odiar al anciano

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En Venezuela, hace algunos años, se decretó que las personas de la tercera edad, abuelitos y abuelitas, no tenían que pagar pasaje en el transporte público. El argumento fue que esas personas de avanzada edad merecían un trato preferencial como recompensa por los muchos años dedicados al país.

Lamentablemente en esta tierra plagada de VPI’s, hasta las ideas mejor intencionadas son volteadas hacia lo malo, hacia lo dañino, hacia aquello que puede permitir aprovecharse o abusar de los demás.

La dificultad para determinar a simple vista si una persona era o no de la tercera edad, es decir, de 60 años o mayor, pues hay viejitos y viejitas que se conservan muy bien y aparentan tener menos edad, produjo una zona gris con dos tipos de personas mayores bien conservadas: las que si eran de la tercera edad y sufrían del escepticismo del transportista e incluso de su agresividad y las que no eran de la tercera edad, pero se hacían pasar como que si lo fueran, para no pagar pasaje porque, lamentablemente, viejitos vivos y abusadores también hay.

Ha pasado el tiempo y en lugar de convertirse en cultura el trato preferente a los ancianos, ya que conforman una población muy vulnerable y además porque, al fin y al cabo, todos, si tenemos suerte y buena salud, llegaremos a la tercera edad alguna vez, lo que se ha incrementado en estas unidades de transporte público es el maltrato, incluso la violencia contra el anciano o la anciana que se niegue a pagar pasaje. Lo he visto. Los insultan, sea hombre o mujer, llegan incluso a bajarlos a gritos o a no dejarlos montar.

El decreto de gratuidad entró en una especie de limbo comunicacional y de allí se agarraron los transportistas, no para asumir como propio el buen trato de sus usuarios más débiles, sino para ensañarse contra ellos porque les “hacen perder dinero”. Para el VPI cualquier excusa es buena para volverse más y más despreciable como persona. Nunca para mejorar.

Esa cultura de tomar hasta lo bueno, lo amable, lo grato, para transformarlo en una herramienta de desprecio y de agresión es, sin duda alguna, otra de las taras sociales que azota profundamente a Venezuela, sin que esto sea achacable a una o a otra tendencia política circunstancial, sino a la siembra histórica de anti-valores en este país, disfrazándolo de modernidad, de farándula y de “primermundismo”

Foto tomada de Milenio

Venezuela: 12 años y seguimos igual

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Han pasado 12 años desde mi primer post en este blog (cuando lo albergaba bitácoras.com) y todavía en Venezuela la mayoría de sus habitantes hace y piensa las mismas cosas que hacía y pensaba en ese entonces. A saber:

  • Me como la luz del semáforo. No me importa cumplir la ley ni tampoco si pongo en riesgo a cualquier peatón o carro que se me atraviese. Soy más arrecho que el semáforo.
  • Me como la flecha. No me importa si con eso podría matar a un peatón, sea adulto, niño, mujer o anciano. No me importa. Lo que prevalece es mi apuro.
  • Acabo con las existencias de un producto para luego venderlo 10 veces más caro o más. En eso consiste hacer negocio. No me importa si produzco escasez o si me aprovecho de la necesidad de los demás. Lo único que importa es mi bolsillo, yo, yo y solo yo.
  • Boto basura en la calle y no recojo la caca de mi perro. No me importa que por allí yo o mi familia o mis vecinos puedan pasar y ensuciarse, ni tampoco el mal aspecto de la calle o lo insalubre que pueda volverse por los desechos. Que limpien y recojan los demás.
  • Hago fiestas ruidosas en casa o acelero mi moto o mi carro escandalosamente a cualquier hora de la noche. No me interesa si molesta a los vecinos. Lo importante es mostrar que máquinas tan arrechas tengo.
  • No cierro la puerta del edificio donde vivo, por seguridad, tampoco cuido el ascensor, ni las escaleras, ni los jardines. Que el lugar donde habito sea un chiquero inseguro no me es relevante, ni tampoco que personas enfermas o ancianas deban subir por las escaleras.
  • No me importa cumplir las promesas que hice en campaña política, lo único que me importa son los votos, ganar y conectarme con el negocio para enriquecerme más. Ayudar a la gente o arreglar problemas es cosa de curas pobres y de ingenieros pela bolas.
  • No le doy paso a nadie en la calle con mi carro o mi moto. Mi derecho a pasar está por encima de cualquier otro derecho de todos los demás.
  • Mi creencia política es la única válida e importante. No me interesan los que piensan distinto, salvo para humillarlos, agredirlos o tenerles lástima por brutos e ignorantes, eso sí, en forma pública para que se vea que soy moralmente superior.
  • Si puedo, no hago cola de ningún tipo, o me coleo o pago para que me coleen. Solos los pendejos hacen cola y si hay un embotellamiento pues me adelanto por el hombrillo o por el canal contrario. Mi tiempo es lo más importante que hay, incluso más importante que mi vida o la de los demás.
  • Me da demasiada flojera caminar unos metros hasta el rayado peatonal o cruzar por las pasarelas. Además pierdo tiempo. Es mejor arriesgar la vida y la de los demás cruzando por cualquier lado, saltando islas y esquivando carros. Si puedo llevar conmigo niños y enseñarles eso pues mejor todavía.
  • Los botones para llamar el ascensor o para activar el semáforo peatonal deben funcionar enseguida. El ascensor debe llegar de inmediato y la luz cambiar instantáneamente. De lo contrario hay que pulsar el botón hasta destruirlo. Esa es una ley de vida.
  • Funcionario honesto es funcionario muerto (o removido). Eso es ley. Por eso, como funcionario, prefiero sobrevivir, no importa si perjudico a alguien. La única persona que importa soy yo.
  • Cuando terminan las elecciones, sea que gane o pierda, no mando a recoger los afiches con los que forré los postes y paredes de la calle en mi campaña política. Total. Se ve hasta bonito que mi cara esté por todos lados hasta varias semanas después de las votaciones. Que eso lo limpien los resentidos.
  • Si soy la prensa soy intocable y dueño de la verdad. Si soy farándula soy un ejemplo a seguir y estoy obligado a escribir frases memorables y a opinar públicamente sobre todo, en particular sobre aquellas cosas que le agraden a mis patrocinadores.
  • Y así…

En resumen: cero cambio cultural…

…y sin cambio cultural, ningún cambio es posible.

Impaciencia terminal

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–  Chuao, frente a la sede de CONINDUSTRIA, los carros y motocicletas pasan por la avenida a casi su máxima velocidad cuando no hay cola. El conductor de un carro le pregunta a unos policías que van en moto por una dirección y entonces se detienen, en el canal izquierdo que sirve para retornar, para explicar con calma que tienen que devolverse para llegar adonde van. La pausa no dura ni 15 segundos. Detrás del carro frenan tres camionetas y luego otros carros. Se hace una “mini cola”. La señora de la segunda camioneta comienza a tocar corneta y a manotear a los 5 segundos, o menos, de haberse visto “obligada a frenar”, por los extraviados y por los policías, y acto seguido comienza, frenética, a maniobrar para pasarse al canal del medio. El conductor de la tercera camioneta también trata de meterse al canal del medio al cual, obviamente, no lo dejan meterse los demás carros que vienen a millón.

El primer carro retorna siguiendo las indicaciones de los policías quienes siguen por la avenida en sus motos. La mini cola desaparece, pero no la impaciencia patológica que carcome a esta sociedad de VPI.

–  Plaza Las Américas, parada de las camioneticas (busetas) que van hasta Petare. Allí existe una cola normal y una cola “de los parados”, que son los que se encaraman en el vehículo cuando los de la cola normal dejan de subirse porque quieren ir cómodamente sentados. Así es en teoría, pero la realidad es que los de la cola de los parados, apenas llega la camionetica, se lanzan a empellones contra los de la cola normal, para tratar de meterse de primeros y sentarse, a pesar de que a esa parada llegan y salen constantemente camionetas. La impaciencia enfermiza de la que padecen, los lleva hasta la violencia física con tal de no tener que esperar 5 minutos más por el siguiente vehículo, para abordarlo ordenadamente y sin pisotones.

La estúpida ansiedad por ser “el más arrecho que se mete primero” o por “no frenar obligado el carro” es ya, en Venezuela, una enfermedad terminal.

Por eso los políticos que ofrecen atajos, soluciones mágicas, palancas y guisos, nos han destrozado como sociedad. Ellos y su herramienta de difusión masiva de mensajes azuzadores e inmediatistas: la prensa.

Por eso el ansia desmedida de poder y de riqueza fácil y rápida y de símbolos de estatus nos ha transformado en unos sociópatas, en un caldo de cultivo para la corrupción a cualquier nivel.

La impaciencia nos ha matado y nos seguirá matando como país.

Imagen de Post from the Path

Nuestro apuro absurdo de cada día

Angry Madam

Terminando de tomar todas las cosas, 8 o 10 artículos que compré en el supermercado “Mi Negocio” de San Luis, en Caracas, me acerqué a la caja y los coloqué encima de la cinta de donde la cajera toma los artículos y va registrando su precio en un lector óptico. Esa cinta, o está dañada o estaba apagada, y la muchacha simplemente alcanzaba los artículos con la mano. Hasta ahí todo normal.

En el momento en el cual la cajera ya había pasado casi la mitad de mis compras por el lector óptico y yo me dedicaba a sacar la cartera, tarjeta y cédula para pagar, se acercó una señora madura, no anciana, quien llevaba en sus manos cuando mucho cuatro artículos, es decir, vamos a aclararlo de una vez, no cargaba ni una bolsa de hielo ni un saco grande de comida para perros, ¡ni siquiera cargaba un cartón de huevos! Y era una señora sin ningún impedimento físico.

La señora se para junto a la caja y dice en voz baja “si mueve esas cosas un poco, yo puedo poner las mías”. Ambos, la cajera y yo, la miramos unos instantes como preguntándonos si habíamos entendido bien lo que dijo y de inmediato la muchacha prosiguió registrando artículos y yo extrayendo mis documentos. No más de 5 segundos más tarde la cajera terminó de vaciar la cinta y me dijo el precio total a pagar y fue cuando la señora comenzó a colocar sus cosas en la caja y dijo, de nuevo en voz baja: “hay que ver que si hay gente desconsiderada, por eso estamos como estamos…” y le respondí: “por la impaciencia señora, por la impaciencia es que estamos como estamos”. “La mala educación nos tiene así…” siguió diciendo la señora. “No. La impaciencia, que es una enfermedad…” le repliqué una vez más, mientras la cajera abría los ojos sorprendida por la agresividad de la señora. A ver:

La señora no llevaba una cantidad de cosas pesada o incómoda. La señora esperó apenas unos pocos segundos antes de poder poner sus compras en la caja. La señora es una enferma de la impaciencia, de esa impaciencia que cómo sociedad nos roe y destruye, esa que nos hace destruir los botones de los ascensores y de los semáforos peatonales, por poner un ejemplo, sólo porque no cumplen lo que queremos INMEDIATAMENTE.

La señora quería respuesta instantánea a una petición que era absurda. Detrás de un volante, se ve que esa señora es como esos numerosos VPI que apenas cambia el semáforo a verde (o incluso antes de que lo haga), te clavan un cornetazo, te hacen cambio de luces o hasta te manotean…o de esos que si van rodando y el carro de adelante va frenando con la luz del semáforo en amarillo, quieren pasarle por encima y se le brotan las venas de la frente por verse obligados a disminuir la velocidad, SU VELOCIDAD, la cual es más importante que la del resto del universo.

Esta VPI irá por allí echando el cuento del “desconsiderado” que la trató mal en una cola del supermercado, sin mencionar por supuesto, que lo que generó el incidente fue su propio apuro estúpido. El apuro estúpido social.

Imagen de Agnes Imbert